jueves, 26 de enero de 2012

Nak 56.0

 Deseaba volver a conversar con ella sobre los delfines. Sus pasos eludieron con habilidad los cuerpos vacíos de los amantes desparramados por la avenida Ian Curtis. Unos metros más allá y se encontraría frente al edificio 9 de la calle Adler: el refugio donde ella guardaba las mejores caricias, los besos más sabrosos y los abrazos eternos.

Desgastó el pulsador hasta que este desapareció con una lágrima acrílica y voltaica.
Nadie abrió la puerta, aplastó más botoncitos dorados para preguntar a los vecinos, a los gatos, al cobrador de puestas de sol, incluso a un ceñudo e intransigente ladrón de nubes escarlatas; pero todos evitaban su mirada y elevaban sus ojos neutros hacia el horizonte
que jugaba al escondite con un velero despistado.
Hastiado de si mismo garabateó unas palabras en una hoja sucia de su agenda gastada y la deslizó en el pico de una marsopa mensajera con la esperanza de que ella la pudiese leer durante el crepúsculos suspiró y se diluyó escaleras abajo.
Caminaba sin aplicación, tropezó con un ñandú polaco al que empujó bajo un camión cargado de pesadas conciencias. Tenía la boca seca.
Pudo reconocer, entre la oscuridad de un callejón, el letrero de una taberna.Entró.
Una espesa humareda envolvía a los parroquianos. Se acercó hasta la barra tanteando y pidió licor de ajonjolí. El camarero dio un ágil salto para evitar a un cliente caído y se planto ante él con una mirada seria.

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