miércoles, 13 de abril de 2011

Falwai

                                         Gritaban todos los relojes de la ciudad. La noche suicida reflejos de ámbar.  Un pájaro danza sobre el pecho del horizonte. El viento dibuja mapas para devorar  barcos fatuos y besos de amantes tísicos. Atrapar oscuros reflejos en espejos lejanos y terribles.

                                          A veces me pregunta sobre los reflejos de los vasos al mediodía. Sonrío y busco una respuesta sencilla mientras imagino el paso cansino de los tranvías.

                                         A veces es solo el silencio en una mañana y la leve claridad entre las persianas. La suave caricia de su cuerpo tibio acurrucado cerca del mío.

                                        A veces es una respuesta mordaz, un comentario hiriente y sincero: una manera de sentirse vivo, de respirar fragmentos de realidad.

                                      Yo no me pregunto nada. Intento sobrevivirme mientras pueda; sin pensar ni actuar.

                                     Finalmente todo ocurre en su estúpida cabeza hueca, en su mente de hortera de transistor esperando la hora de los suicidios televisados para construir alianzas  con la noche. Comienza a caer un aguacero de frambuesa que trae hermosas historias. Luces de nuevos días que jamás llegarán. Saber que nadie traspasará ese umbral y que, tal vez, la próxima copa sabrá mejor.         

                          Abriremos los ojos. La habitación ya no es la misma, pero tú sigues sin comprenderlo. Los ñandúes polacos recogen tus últimos sueños.

                    Todo esta perdido, duele la garganta cuando el humo del cigarrillo apuñala las heridas de la faringe. Algunos querían huir hacia las colinas flotantes, otros preferían vomitar sueños ajenos. Te aferrabas a mi  cuerpo buscando mis venas y los olores del pasado. A lo lejos una orquesta destrozaba un ragtime.

                      Un ciudadano subió al tranvía. El calor era insoportable y  aquél abrió la ventana. Llegó el ñandú-cobrador con expresión ajada, barbitúrica. El ciudadano buscó su billete malva. El ñandú polaco agujereó el boleto, sacó lentamente un abrecartas oxidado y se lo clavó en su abultado vientre. El ñandú sostenía una nota en su garrita aún trémula. El ciudadano la leyó en voz alta. Apenas le hicimos caso, pero el gritaba: “Huir no evitará tu muerte, el destino te atrapará. Ella lo dijo: Morirás antes de llegar a la próxima parada”. Yo no quise presenciar su fin. El ciudadano sacó  la cabeza por la ventana, pero no pudo ver gran cosa: un poste de teléfonos le arrancó la cabeza de cuajo. Al escuchar el impacto el ñandú polaco se levantó de un salto y comenzó a reír, jamás habíamos reído tanto. La cabeza del ciudadano rodó unos metros hasta los pies de un tratante de sueños, sus labios todavía esbozaban una mueca de desagrado prepotente. 
                       A veces es agarrarse al volante con ese gesto arrogante y suficiente que no puede apartarse de su meta.

                        La brisa se colaba por las ventanillas abiertas. Mis manos recorrían tu cintura buscando el cierre impertinente de tu vestido. En los cafetines sucios se amontonaban comensales que brindaban con aguarrás. Musitaste como pretexto Falwai y la luna roja volvió a burlarse de nosotros. Tu manera de fingir ya no podía asustarme.

                        A veces dejábamos atrás la ciudad amarilla y nos perdíamos en la campiña. Los árboles amenazaban con sus gestos rituales. Tenías miedo, pero no te creí; rechacé tu cuerpo. El ñandú conductor musitaba palabras y tuve que apuñalar su cráneo blando y fosforescente. El vehículo chocó contra un ululador de pantanos. La sangre del ñandú salpicó mi hermoso traje. Caminamos de regreso, tú junto a mí, tu cabeza destrozada; una lástima porque nos esperan días felices.

                       A veces es sólo el sol de la mañana y el leve rumor de unos pasos acercándose despacio anunciando que la condena y la tortura han comenzado.

                    Veo las viejas fotografías de la ciudad blanca y sé que ya no merece la pena preguntar nada. A veces es sólo la nada y la imagen de aquel ultimo sueño

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