martes, 12 de abril de 2011

Falsend 3.0

                                    Una nube acaricia el cielo. El silencio de la media tarde. No estar vivo, pero dejarse existir al compás de la brisa.


 Océano.

 Sonido aterrador de las olas arañando la arena de la playa vacía, rumor de una máquina de juegos, repiqueteo insistente de la cucharilla removiendo el café.

El sabor amargo y fresco de una cerveza. Un pañuelo anida en su cuello, el sombrero reposa sobre la mesa. La ciudad se encoge bajo el sol. Gaviotas en la irreal línea del horizonte donde se suicidan paquebotes indecisos.

Las manos juguetean con un papel arrugado. Demasiado tiempo alejado. El camarero deja unas monedas, su desprecio y un retazo de pasado sobre el velador evitando que sus miradas se crucen.

Fuma un cigarrillo con lenta pereza. El océano gira en olas de color marengo y magenta: la señal de los días tristes que regresan. Se levantó y comenzó a caminar apoyado en un elegante bastón. Andaba con aire desmañado, casi derrotado.

 Hacía mucho tiempo que ella le había regalado un hermoso pañuelo azul el cual había jurado no perder; han pasado muchas galernas desde entonces.

Buscó lejos sus besos, su mirada, el brillo de sus cabellos y encontró fragmentos de ella que abrazó en largas noches de tempestad. Siempre conservó el pañuelo a pesar del viento frío en sus pesadillas y las risas de los ñandúes polacos.

Ella acaricia la mano surcada por mares y vientos extraños. Una lágrima resbala cuando el barco avanza hacia la ciudad de recortable dejando lejos el muelle. Él besa su cabello como si fuese la primera vez, lejos queda el rostro ajado del derrotado. Él sonríe cuando ella le cuenta que jamás quiso al hombre que señalaba la prenda que creía insignia de su amor. Ella se acurruca junto al hombre que la buscó en otros cuerpos mientras, el otro, el vencido, no comprendía como el hermoso pañuelo azul, signos de promesas inquebrantables, lucía duplicado en otro cuello.

El paquebote avanzaba buscando el horizonte, aun tenía tiempo de echar una mirada, con sus prismáticos de aduanero, a la cubierta de primera clase: los dos sonreían; pero el derrotado creyó ver una sombra de venganza en los ojos del que había regresado después de tantos años, con un hermoso pañuelo de seda azul al cuello.

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