viernes, 18 de marzo de 2011

Bontierlaw 1.0

                              El sol cae de plano en un raro día del verano boreal. Estoy en mitad de ningún sitio pensando en las razones que me han traído hasta aquí.

                               Tal vez todo empezase aquella tarde cenicienta que auguraba tormentas de zumo de moras mientras esperaba en la parada del tranvía nº 28. Los alegres Ciudadanos aullaban sones extraños a la vez que golpeaban a los ñandúes polacos encargados de recoger los excrementos de los buitres; los acontecimientos transcurrían del modo más plácido, incluso los suicidas se permitían sonreír de medio lado.

                            La melancolía parecía querer anidar en mi pecho cansado de fumar. Nada salía bien desde que la soledad se había asentado en mi existencia. Rumiaba mi autocompasión con la mirada perdida en las nubes o en las cabriolas de los ñandúes polacos esquivando a los Ciudadanos. Estaba solo y nada podía hacerme sentir mejor, ni siquiera las bandas de seminaristas cantando salmos prohibidos. No sé que esperaba, tal vez una ráfaga de brisa fresca o una bella ciclista rubia; incluso se me negaban estas licencias.

                            Un sonoro trueno se arrastró por el firmamento concentrando los aplausos unánimes de los transeúntes.  No esperaba nada, me dejaba sobrevivir con indolencia. Ya no me importaba que me hubiesen despedido de la factoría “Potiemkim” o que me hubiesen robado el coche; me sentía como un personaje de novela barata.

                          El tranvía 28 llegó con su acostumbrado quejido, atropellando a unos chiquillos tísicos ( pagados por el municipio para tal fin) y vomitando su carga de eficientes oficinistas y chaperos. Me acomodé como pude entre la muchedumbre temiendo un asalto de navajeros o el abordaje de una funcionaria en celo... no tuve esa suerte.

                                Ya había anochecido cuando llegue a mi destino y las luces de los aerodeslizadores rasgaban el cielo. No pegaba patadas a los botes vacíos porque me parecía demasiado cinematográfico y era estúpido destrozar mis botas nuevas.

                                    La vi al doblar la esquina.

                             Surgía de la sombra como una aparición, sus ojos falsamente limpios y su figura longilínea, aquel cabello acaracolado sobre la frente. Venía hacia mí con su andar rígido y su aire de suficiencia. Un escalofrío recorrió mi espalda; había imaginado cientos de veces esa escena y mis palabras como acerados dardos, pero me quedé mudo, paralizado; manteniendo una sonrisa que quería ser cómplice. Ella comenzó a hablar y a hablar ( como hacía siempre que estaba muy nerviosa) y no sé lo que decía porque me perdía entre sus labios entreabiertos, en la contemplación de su cuerpo tan conocido y tan lejano. Intuí que había discutido con su nuevo amante... no me hice ningún tipo de ilusiones, pero supe que, veladamente, las circunstancias quizás fuesen propicias por última vez.

                              Me invitó a cenar en nuestro restaurante favorito. Ella siguió hablando y hablando a la vez que yo pensaba en la curva de sus caderas.

                              Afuera había estallado una tormenta de moras. Me dejé llevar a su casa como un falso corderillo.  Follamos con parsimonia, recreándonos en cada detalle, intentando hacernos creer que lo grabábamos en nuestras memorias. Fue un combate memorable que acabó entre sábanas revueltas.

                           Hablamos y hablamos; de nosotros, de cómo habían cambiado nuestras vidas (¡Oh, qué bien mentimos!) Volvimos a besarnos con saña y le propuse vendarle los ojos con el pañuelo que traía anudado al cuello y que ahora colgaba del respaldo de la silla. No le importó, estábamos acostumbrados a los juegos y estas variaciones nos excitaban. Hicimos locuras viejas con sabores nuevos. Subí  el volumen de la música para ahogar el ruido de la cámara fotográfica.

                           Despertamos abrazados y nos levantamos con prisa, ella tenía que trabajar en la factoría “Potiemkim”. Desayunamos en silencio, como sólo dos amantes habituales lo harían.

                               El sol había salido y se avecinaba un raro día soleado de verano. Subimos a su vehículo, tomó un camino secundario y me dejó en mitad de la nada, obligándome a bajar con un frío beso en la mejilla. No estaba lejos de mi casa.

                    Bajo el calor del mediodía me sigo preguntando como he llegado hasta aquí, hasta la cima de la maldad. Aprieto en mi mano el carrete de fotos tomado ayer pensando en la mejor manera de enviárselo al Presidente de “Potiemkim” para que vea lo bien que se lo pasa su nueva compañera; aunque sonrío no soy feliz, tal vez no quiera serlo.

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